Juan Antonio Rodríguez Astorga (Jara)
(Cádiz 4 de noviembre de 1961)
Su vocación poética la viene desarrollando
desde que tiene uso de razón, amante de la mitología grecorromana, en muchos de
sus versos se manifiesta con la técnica y la forja de Hefesto o Vulcano, o
acordándose de los más débiles como su competidor Ares. Firme aliado de
Prometeo, el defensor de los humanos —Si por él fuera, acabaría raudo con el
águila que cada noche viene a comerle el hígado. Se ve como un Apolo gaditano,
más bien dionisíaco, barroco y distraído y no olvida la fuerza inspiradora de
Afrodita, que cada noche baila y se baña desnuda en albercas moras y playas
tartésicas, dejando en su retina la poderosa huella y la expresión de la
belleza.
Siente predilección por El Siglo de Oro
español y se considera un romántico empedernido, plasmando estas devociones
constantemente en sus creaciones. El poeta intenta expresar en cada verso lo
que se gana y lo que se pierde en el juego arriesgado y hermoso de la vida, con
potencia, pero sin verdades absolutas.
Es miembro del colectivo literario Tertulia
Puerta a la Imaginación de Par en Par, Colaborador de la revista Desde mi
azotea.
El pasado día 8 de febrero ingresó en el
Ateneo de Cádiz con su discurso …¿Y tú me lo preguntas? Política eres tú (de
poetas y política).
Ha sido finalista en el concurso
internacional Constantí de relato corto (2020) por su obra La dama que costó un
reino y ganador de este concurso en la convocatoria de 2021/22 por su obra
Fábula de una migración.
Su poesía ha sido reunida por Silva Editorial
en dos libros: Del amor y otras desdichas (2019) y Abordaje a la larga (2021).
Guarda aún inéditas obras como La gaceta de lo imposible—narrativas, carnaval y
canción— mientras su producción poética sigue creciendo.
LA RENTA
Ando buscando una renta,
que sembré en la orilla del mar en retroceso.
Busco esa ola que,
una vez besar tu playa,
huye de ti
y se lleva en la resaca un aliento
y el aroma sutil de tu abandono.
Sobre la arena húmeda
queda la tenue huella de tu pie,
casi inapreciable,
pues tu cuerpo corre ingrávido
tras el mar que se aleja
y funde en el horizonte de tu mirada.
La marea ladrona que bañó
alguna vez tu silueta y,
encaprichada,
se apropió de ella
vistiendo de tus colores sirenas de sal
—esas que con sus cantos
embaucan a los marineros—
y los lleva a morir
en un poema que declama
—con la vista perdida en el océano—
la diosa Gades.
¿Se puede arder sin dejar cenizas?
Siento que la voz se me difumina
entre el azul tenebroso y los ocres
que luce inane, la baranda que delimita,
el grito sordo de Munch.
¿Se puede pisar sin dejar huella?
Mi memoria no persiste, se derrama
por la rama desnuda y aciaga,
acompañando en la caída
al reloj fluido de Dalí.
¿Se puede acuchillar sin derramar sangre?
A veces soy como el toro,
otras como el caballo herido,
y otras como el pájaro enjaulado,
o como la madre que llora la muerte
en la grisalla de Picasso.
Se puede llorar sin lágrimas,
se puede desdecir sin la palabra,
disfrutar de los placeres
aún sintiéndose culpable
cual El Bosco en El Jardín de las delicias.
Se puede huir de un monstruo negro,
—o fundirse con él y ser uno más—
entre los sueños febriles
del aquelarre de Goya.
Se puede ser todo eso
y morir sin haber vivido,
pero yo prefiero ser un Baco reluciente,
con la mirada fija y ardiente,
en el espejo en que se mira mi Venus
y pinta, celoso, Velázquez.
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