Me incorporé al mundo de los vivos el
mismo año en que lo abandonaba Marilyn Monroe y mientras los cuatro Beatles
definitivos grababan su primer sencillo: “Love me Do”.
Crecí en un Cádiz convulso por los últimos
coletazos del franquismo y la inminente llegada de un nuevo orden social y
político que más tarde vendría en llamarse ”la transición”. Pertenezco a la
primera cosecha del Bachillerato Unificado y Polivalente (B.U.P.) y todavía
estaba casi forrando los libros de 1º cuando Arias Navarro anunció en blanco y
negro aquello de: “Españoles, Franco ha muerto”. Estoy convencido de que todo
lo que pasó a partir de entonces me hizo ser como soy e este momento, para bien
o para mal.
Siempre me gustó cantar. Las tardes de
verano “amenizaba” la siesta de mis vecinos cantando desde una ventana de mi
casa el “Algo de mí” de Camilo Sesto y en Navidad mi abuelo me hacía perpetrar
“El tamborilero” de Raphael delante de toda la familia reunida en torno al
turrón y a la botella de Marie Brizard. Un día de 1974 decidí dejar de ir a
misa, para disgusto de mi madre e indiferencia de mi padre. Empecé a escuchar
las cintas de Serrat en mi radiocassette mono recién traído de Ceuta y me hice incondicional
de Joan Manuel, llegando a comprar todas sus cintas y luego sus discos de
vinilo (antes LPs), incluyendo los publicados en catalán. Después de oir
“Bienaventurados”, del año 87 abandoné a Serrat y busqué otras experiencias
musicales.
Simultáneamente disfrutaba con Paco
Ibáñez, Lluis Llach o Quilapayún. En esta época conseguí adquirir una guitarra
a base de coleccionar unos cupones que daban en el almacén de la esquina por
cada diez pesetas de compra. Estos cupones se pegaban en una especie de álbum y
te daban la opción de elegir un regalo de un catálogo de lo más variopinto. No
creo que sea posible calcular la cantidad de litros de leche o de kilos de
mortadela que tuve que transportar desde la tienda hasta el cuarto piso sin
ascensor en que vivíamos para conseguir esa primera guitarra que aprendí a usar
de forma autodidacta, como se puede intuir fácilmente al oírme tocar. Luego
conocí a La Nueva Trova y me aprendí el repertorio completo de Silvio Rodríguez
y Pablo Milanés. Ambos cantautores han influido tanto en mi manera de escribir
como de interpretar mis propios temas, aunque reconozco mi debilidad por
Pablito.
Las clases particulares a niños poco
motivados hacia las tareas escolares me proporcionaron mis primeros ingresos
económicos, que por supuesto invertí en mi primera guitarra de verdad (la
Chari) que resultó ser un baúl lleno de canciones del que todavía saco alguna
de vez en cuando. Los primeros años de los 80 fueron intensos en composición y
en lo que entonces se llamaban “recitales”, hasta que el trabajo en serio me
alejó de Cádiz y me dediqué por entero a la educación primero y a mis hijos más
tarde. En ambas cosas sigo aún en los ratitos que me sobran de colaborar en
presentaciones de libros de amigos y amigas poetas o en cualquier otra
propuesta cultural a la que me invitan (me cuesta decir no). También he recuperado mi faceta compositora y he escrito en
los últimos años casi tantas canciones como antes de mi “retirada” por lo que
mi repertorio se ha actualizado considerablemente.
Amancio Prada, Javier Ruibal, Jorge
Drexler, Calamaro, Juan Perro, Georges Brassens, Jacques Brel y, sobre todo
Sonia Sánchez, son algunas de las razones que me hicieron volver después de 20
años a ponerme delante del público para contar mis historias de entonces y,
sobre todo, otras nuevas.
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